Agranda la puerta, Padre
porque no puedo pasar;
la hiciste para los niños,
yo he crecido a mi pesar.
Si no me agrandas la puerta,
achícame por piedad;
vuélveme a la edad bendita
en que vivir es soñar.
Gracias Padre, que ya siento
que se va mi pubertad;
vuelvo a los días rosados
en que era hijo no más.
Miguel de Unamuno
La vida me ha sentado hoy a escribir este remedo de reflexión, me ha tirado del cabello y me ha dicho que escriba, que escriba lo que hace tiempo me debí haber sacado del pecho, o más bien, del fondo del alma.
Tendría yo unos 12 años (estaba en séptimo) cuando la orientadora del cole nos hizo llenar un cuestionario. Recuerdo perfectamente que una de las preguntas consistía en responder si yo quería crecer; sin pensarlo, respondí que no. Mi padre, que en ese entonces solía revisar mis cuadernos, al ver mi respuesta me reprendió y me pidió que la cambiara, que no era posible que yo no quisiera crecer, que no podía quedarme así toda la vida.
Ante las vicisitudes que trae consigo la adultez, le resentí a mi padre (en realidad hasta el día de hoy) que me hiciera cambiar de respuesta, le resentí que no comprendiera que en realidad yo no quería crecer, le resentí que no entendiera que hubiera sido mejor quedarme pequeña para seguir jugando, para seguir chiroteando sin sosiego y evitar así todas las responsabilidades y sufrimientos que inherentemente trae consigo la adultez. Hasta el día de hoy…
Esta tarde, viendo a mi hija menor jugar con plastilina, he pensado por un segundo que quisiera que se quedara pequeña toda la vida, pero de inmediato me he dicho que no, ella debe crecer, debe demostrarle al mundo de qué está hecha, debe caer y debe levantarse, a veces sola, a veces con ayuda, debe buscar y encontrar su camino en la vida, y ojalá una vida llena de felicidad y mucho éxito… en fin, simplemente debe crecer y vivir, y quedándose pequeña no lo lograría jamás.
Han pasado muchísimos años desde la vez que mi padre me hizo cambiar de respuesta y hoy por fin lo he comprendido, lo he liberado y me he liberado de ese resentimiento.
De haberme quedado pequeña ciertamente me habría evitado demasiados tropiezos -muchos muy dolorosos-, pero en definitiva, también me habría evitado vivir, ¡de tanto me habría perdido! De no haber crecido, jamás habría podido conocer a mis hijas, que me han demostrado una y otra vez que no se necesita compartir un solo gen para experimentar el verdadero amor, ese único amor por el cual vale la pena vivir y sufrir. De no haber crecido, jamás habría podido acompañar a mi madre en sus últimos meses de vida y ser para ella el apoyo que creo haber sido. Y la lista podría continuar por cientos de páginas más; sin embargo, hay algo que me habría perdido que no puedo dejar de mencionar: de no haber crecido, jamás habría podido convertirme en educadora.
Gracias al amor por las letras, inculcado por mi madre, terminé convirtiéndome en docente de castellano y literatura, profesión que he disfrutado durante los últimos 27 años, dos de los cuales -lo que para nadie es un secreto- de pronto parecen haber quedado en el limbo, y aunque eso es tema para otra pseudo reflexión, ese par de años “perdidos” vinieron a hacerme valorar muchísimo más no solo la profesión que elegí para mi vida, sino a mis chicos y chicas.
No todo en la pandemia ha sido malo, al menos a mí me hizo más humana, más empática, y eso es algo que agradezco. Estos últimos tres años me han permitido conocer más a fondo historias llenas de una inconmensurable resiliencia, mujeres y hombres ejemplares de los cuales me siento muy honrada de ser su profesora. Más de lo que yo he podido transmitirles, han sido ellos quienes día a día me han dado grandes enseñanzas. Las clases de didáctica de la universidad me fueron muy provechosas, sin embargo, lo más importante lo he aprendido en el diario vivir no solo dentro de las 4 paredes del aula, sino fuera de ellas.
Cuando este año se realizó el concurso para elegir el título del periódico del cole, que hoy por hoy avanzó a la página donde usted lee esto -si es que logró llegar hasta acá-, el ganador de “Generaciones de oro” explicó que el nombre lo eligió debido a la calidad que tienen todos los estudiantes del Liceo José Joaquín Jiménez Núñez, “no solo como seres humanos sino como estudiantes de una institución nocturna que han debido enfrentar y superar cientos de obstáculos para poder triunfar sin rendirse”.
Así es. Mis queridos chicos y chicas de la generación 2022 -muchos de los cuales tengo por tercer año consecutivo- valen su peso en oro. A falta de pocos meses para concluir sus estudios de educación secundaria, agradezco enormemente que sean parte de las razones por las cuales ha valido la pena llegar hasta acá, y también espero que continúen sus estudios como hasta ahora, en forma disciplinada y responsable, viendo en ellos -como diría el gran filósofo italiano Nuccio Ordine- una herramienta para mejorar, para hacer del conocimiento un instrumento de libertad, de crítica y de compromiso civil.
Empero, mi querida generación de oro, también es mi deseo que mantengan intacto ese niño y niña interior, porque en el amor hacia el saber, en la actitud abierta al aprendizaje constante, es ideal conservar la curiosidad innata infantil, con la humildad implícita en ella, dispuesta siempre al asombro y al deseo de conocer. Mejor aún si a ese anhelo y actitud efectiva de aprendizaje lo acompañamos también de otras cualidades usualmente presentes en la niñez, sobre todo cuando se encausan positivamente, como la de la apertura a la amistad, la solidaridad, la alegría, el perdón, entre otras que son tan imprescindibles para sobrellevar esta vida de adultos. ¡Que sean siempre como niños, mis queridos chicos y chicas!